Me alejé… y no sabía cómo volver

Ya no era lo mismo sentarse ahí

Durante varios semestres, el mejor lugar de la semana era ese: los pasillos alrededor del museo. Entre bancas plegables, saludos sinceros, cantos sencillos y una programación armada con amor por gente como yo —jóvenes con ganas de hablar de Dios sin necesidad de templo—, encontré algo parecido a una familia. Pero hubo un día en que dejé de ir. No fue de golpe. Al principio eran excusas: mucho por estudiar, no terminé el trabajo, me levanté tarde. Pero luego empecé a evitar el grupo. Sabía que estarían ahí, como cada sábado, con sus sillas, sus cantos y sus historias. Solo que yo ya no quería sentarme.

No era rebeldía, era agotamiento

No dejé de ir por un escándalo ni por una pelea. Simplemente me sentía desconectado. Había semanas donde mi fe no parecía suficiente para sostener ni un canto. Me preguntaba si los demás también dudaban, también se sentían solos, también se preguntaban si estaban fingiendo. Pero nadie hablaba de eso. Sentía que, aunque la iglesia era improvisada, libre y juvenil, aún se esperaba que estuviéramos bien. Y yo no estaba bien. Así que me alejé. Me dije que Dios me entendería. Que no necesitaba estar en un pasillo para tener fe. Pero con el tiempo, me empecé a secar.

Lo que más duele es el silencio

Lo más duro no fue dejar de ir. Fue que nadie me preguntara por qué. Como el grupo se basa en libertad, nadie obliga a nadie. Pero ese silencio también duele. Porque uno espera que alguien note la ausencia. Que alguien diga “te extrañamos”. Me costó admitirlo, pero lo que necesitaba no era solo volver a escuchar de Dios, era volver a sentirme parte de algo. No solo creer, sino pertenecer. Entonces, en un momento de sinceridad, le pedí a Dios que me mostrara si seguir alejándome era lo que mi alma necesitaba. Y me respondió con una frase que apareció en mi celular, como si alguien la hubiera puesto ahí:

Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo”

Mateo 18:2

Volver sin disfraz

No fue fácil volver. No quería fingir entusiasmo ni explicar por qué me fui. Pero un día me senté de nuevo, sin muchas palabras, solo con mi silla en la mano. Y alguien me saludó como si no hubiera pasado el tiempo. No me preguntaron por qué me fui. Solo me hicieron espacio. Eso fue todo. Desde entonces entendí que la iglesia —incluso esta iglesia sin paredes ni púlpitos— también puede ser lugar de descanso. No es solo para los que están firmes, también para los que se tambalean. Ahora voy cuando puedo. Y cuando no, al menos ya no cargo con la culpa. Porque sé que no tengo que demostrar nada. Solo presentarme. Sentarme. Respirar. Dejarme abrazar por ese Dios que no habita templos, sino encuentros reales.

Por si te pasa a ti también

Si alguna vez sentiste que ni siquiera un grupo como el nuestro —joven y libre— logra motivarte a estar presente, no estás solo. A veces el alma necesita tiempo para sanar. Lo importante no es cuántas reuniones faltas, sino que no apagues la chispa por completo. Volver, aunque sea a sentarte en silencio, puede ser un primer paso. No te exijas más de lo que puedes dar. Dios no te mide por asistencia. Solo espera que no cierres del todo la puerta.

¿Alguna vez te sentiste desconectado aunque te rodeara gente buena?

¿Qué cosas te alejan o te acercan a tu comunidad de fe?
¿Te has sentido libre de volver sin tener que explicarte?

Te leo en los comentarios.

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